Entropía

Amanece de nuevo, porque siempre amanece. 

Alejandro se mueve nervioso sobre el trozo de goma espuma que hace las veces de colchón. Ha dormido en lugares peores sin ninguna duda, pero este es bastante malo. Ha dormido mal, como suele. Ya nada  le hace efecto. Se tomó anoche el Lorazepam y el Reset que tiene recetado y dos Seroquel que le pilló al tío con el que venía en el autobús. En un rato tendrá que pagarle, pero no va a poder. No tiene como, no es cosa de hoy en todo caso, Alejandro es un tirado de nacimiento. Las pastillas ya no le hacen ningún efecto, se ha tomado demasiadas.

Debajo de Alejandro duerme un tipo, no ronca, está tranquilo, respira pausadamente, como lleva haciéndolo  toda la noche. Alejandro no lo entiende, parece que esté como en casa. La de anoche para él fue una mala noche, dentro de una mala semana en el conjunto de una vida de mierda, porque eso es exactamente lo que ha tenido Alejandro. Algunas personas nacen con una flor en el culo, pero él nació con el destino atravesado, y éste se manifestó en toda su miseria ya desde su primera infancia, que no fue tierna, ni fue bonita como debió de ser.

Un tipo desgraciado Alejandro, un tipo sin suerte.

Necesita hablar y muchas veces, las más, lo hace sin reparar en las consecuencias. Se le calienta la boca, comienza a largar y cuando se viene a dar cuenta ya ha hablado de más. Lleva toda la vida hablando de más, metiéndose en líos de más. Anoche, antes de que se acostara puede que hablara de más también, pero no se acuerda de lo que pudo largar.

Alejandro es un yonki que se salió a tiempo. Lo ha probado todo, pero nada como el caballo, un picotazo de esa movida te hace ver el cielo y luego te lleva al infierno. A Alejandro el infierno no le gusta. Lleva toda su mísera existencia trampeando en el, y continuará haciéndolo.

Todavía le quedan dientes, los pinchazos hace mucho que cicatrizaron y casi no se le nota, y por suerte no pilló el bicho* como tantos otros de su generación, así que se puede dar con un canto en los pocos dientes podridos que todavía se le sostienen en precario, porque la mayoría de sus colegas de chute ya no están hace mucho.

Hará calor hoy, como ayer, como todo el mes. Todavía no ha terminado el sol de salir, pero Alejandro lleva rato viendo como la luz recorre la pared.

Madrid, junio del año 2019. Va a ser el verano más caluroso desde hace más de siglo y medio, desde que se llevan registros. Unos registros de los que Alejandro no sabe nada ni le importa tampoco. A Alejandro le importan pocas cosas, no es un tipo culto, pero es caluroso y esto si le importa. A donde se dirige; el calor debería ser la menor de sus preocupaciones, pero así es Alejandro, se preocupa de pequeñeces sin importancia, mientras que los asuntos gordos se lo tragan irremediablemente.

Uno de esos asuntos gordos inmanejables para él, es el motivo por el cual está de nuevo metido en este cisco que ya ha catado muchas veces. Se prometió no volver y se lo tomó bastante en serio, pero de nuevo está dentro y lo peor; ni siquiera sabe porqué. No lo sabe de verdad.

Nadie le va a creer desde luego, al fin y al cabo Alejandro es un paria social y lo sabe, le duele reconocerse como tal, pero ya hace tiempo que asumió lo que había. Nadie le va a creer sea lo que sea que haya pasado. Ese es su drama, otro más en la constelación de dramas que componen su vida.

Alejandro piensa que es increíble como duerme el cabrón de la litera de abajo. ¿Quién será? ¿Qué coño habrá liado el tipo por ahí? No se parece a nadie que él haya conocido en toda su vida. No cuadra en este lugar. Habla correctamente, usa los cubiertos. Parece que el tipo tiene estudios, igual hasta una vida normal, pero total; de poco le ha servido al gilipollas piensa, al final de la corrida estamos en el mismo lugar, respirando el mismo aire viciado.

Alejandro siempre piensa mal de los demás, por precaución y por experiencia. Antes o después la gente te la pega, te engaña, te jode, te vende, te ignora. Alejandro no es buena gente, y si él no lo es, los demás tampoco, piensa.

El tipo tranquilo probablemente tampoco lo sea. Tiene cara de buen chaval, pero esos son los peores. Alejandro ha tenido la mala fortuna de conocer a buenos chavales y ya está prevenido y escarmentado.

A él en cambio, se le ve venir de lejos. Alejandro hace ya años que no puede engañar a nadie. Todo en él refleja cómo ha vivido. Se salvó, pero la droga tiene un precio. Su cara, sus brazos, su torso esquelético, es todo pellejo y huesos, y venas. Antes tenía que pelarse con la aguja para dar con una, pero ahora salen a su encuentro por todos lados, ahora que no necesita para nada saber dónde están. Solo los ojos de un azul intensísimo le dan un toque mínimamente especial. Tiene unas entradas que pronto confluirán creando el Delta del Ebro en una frente ya despejada. Aún le queda bastante pelo sí, pero se va a quedar calvo porque ni en eso va a tener suerte. Alejandro no es atractivo, pero a ella se lo parece. Al menos todo lo atractivo que un tipo de su catadura puede parecer.

Alejandro no entiende cómo puede resultarle atractivo, eso es casi lo único que no entiende de lo que le preocupa mínimamente, pues de lo que no le preocupa no entiende casi nada. Sabe leer más o menos, a penas en realidad, y si algún día acertó a escribir hace ya mucho que lo olvidó.

Ser analfabeto no le quita el sueño. El sueño se lo quita ella.

Alejandro cumplió 57 años hace unos meses y aunque el alcohol y las drogas que se ha tomado deberían haberlo reventado del todo, la genética es buena y aguanta. Si tiene la boca cerrada y soslayamos la infinidad de arrugas que surcan su cara, Alejandro es casi un chaval, un chaval con mal aspecto, pero no es alto y usa la talla M de la sección infantil. Un tirillas vaya.

Alejandro es un tipo maduro, señor no, caballero menos.

Un tipo que erró el camino porque tampoco le quedaba otra. Él prefiere pensar que ha hecho lo que ha podido, que no ha sido ni mucho ni bueno, pero con las cartas de mano marcadas ya al nacer, la mala suerte le pilló enseguida, antes incluso de que cayera en la cuenta de que tenía que huir.

Nació en el barrio de La Mina en Barcelona, mal lugar para nacer, mal lugar para crecer, mal lugar para cualquier cosa cuando él nació.

Ahora La Mina es otra cosa por fortuna para los que ahí nacen hoy, pero hace más de cincuenta años Alejandro estaba predestinado; y como añadido al entorno estuvo él. Él, siempre él una y otra vez. Alejandro no recuerda cosas muy importantes para su día a día, cosas que le generan graves problemas, pero a él que quiere olvidarlo completamente no puede.

El olor es lo más recurrente, también algunas sensaciones le perturban las noches, pero el olor lo tiene grabado a fuego en su memoria. Ha olido otras muchas cosas abyectas en su vida. Cuando él creció allí, La Mina no era popular por la pulcritud de las zonas comunes, y la coca quemada en plata tampoco huele precisamente bien, pero pese a ello, nada ha olido como a él.

Ese olor nefando, permanece incólume en su memoria. Recordándole día a día, noche a noche como jugó con él, como lo acobardó, empequeñeciéndolo, asustándolo, convirtiéndolo en la marioneta de sus sórdidos antojos. Muchas veces ha soñado con acabar con él, con sus propias manos.

Alejandro no es buena persona, pero nunca ha matado a nadie, ni lo ha intentado ni lo ha pretendido, de hecho solo le haría daño a él, por devolverle un poco del que él le hizo. Sin embargo, con lo mucho que lo ha deseado, con lo mucho que lleva imaginándolo, la última vez que se cruzó con él en la Diagonal no le dijo nada, no le hizo nada. Y pudo hacerlo. Ya estaba muy desmejorado, una sombra demerita de lo que un día fue medio siglo antes. El tiempo no pasa en balde para nadie pensó entonces. Quiso ponerle entonces en su lugar, pero no lo hizo porque continuaba teniéndole miedo, tuvo tanto miedo a su presencia, que todavía le quedaban restos para temer su figura.

Ahora probablemente esté ya muerto. No puede estar seguro, pero alguien le dijo que otro alguien le había dicho que estaba muerto, que murió solo, como un perro, en la calle, pobre como vivió, y él sabía que odiado por muchos, que no era solo cosa suya.

El Reset que se toma no contribuye a que duerma como le gustaría, pero le hace olvidar, aunque no lo que él quisiera. Olvidar olvida lo inmediato, como lo que fuera que habló ayer con el tipo de la cama de abajo.

Alejandro tiembla un poco, las manos especialmente, le pasa siempre que le recuerda, lo cual ocurre muy a menudo. Tiembla de ira mal contenida y muchas veces mal encauzada, pero también de miedo, desesperación, frustración e incomprensión. Le odia, como siempre le ha odiado. Creció odiando y ha vivido odiando. Es muy difícil vivir una vida tachonada de rencor, moteada de fracaso y reveses, pintada de desilusión. Odiar es difícil piensa Alejandro, perdonar le hubiese sido más sencillo, pero no puede, no quiere. No pude olvidar y por ello no quiere perdonar.

Amanece de nuevo, como lo hace cada día. Los ruidos tantas veces escuchados regresan para poblar la puta realidad. Al fondo del pasillo se escuchan los sordos golpes de las celdas abriéndose y volviéndose a cerrar con estrépito. Alejandro está sentado sobre su goma espuma, no sabe qué hacer, no quiere molestar al tipo que duerme tan plácidamente, no sabe quién es y puede ser cualquiera. Alejandro ha estado ya encerrado muchas veces en su vida y sabe que el que menos te parece puede ser el psicópata más peligroso.

Alejandro las ha tenido de todos los colores en el talego*, eso le ha enseñado a ser cauto. La cárcel no es la calle, es un lugar mucho más peligroso. La gente encerrada y sometida a presión se embrutece, y las reacciones son siempre imprevisibles. Además está el hecho de no recordar lo que fuera que le contó ayer.

Alejandro tiene mucho que callar, cosas que la gente no iba a entender, pero ya ha largado de más antes, y pude que anoche hiciese lo mismo.

Desde su posición en la litera de arriba ve la jungla, el patio de hormigón armado de Valdemoro, Madrid IV, la prisión central de tránsitos de España. En ese lugar converge lo más granado de la sociedad. Gente de todo pelaje y condición que va camino de otros presidios, como él, como el tipo de abajo. Unos porque tienen juicios en otras partes de España como es su caso, otros porque se meten en peleas y han de llevarlos a otra prisión, tal vez el de la cara de buen chaval sea un tipo violento, no lo parece, pero nunca se sabe, tal vez sea de los violentados, que de todo hay. Alejandro ya ha pasado antes por la jungla y preferiría no tener que bajar allí.

Es hora de desayunar, el carro con los presos que lo reparten acompañados de dos guardias de vigilancia se acerca. El tipo que parecía estar durmiendo, se ha levantado de un salto, como si hubiese estado solo fingiendo dormir. Mira por la ventana enrejada, sin atisbo de confusión por haber estado durmiendo. Le mira, le sonríe y le da los buenos días. Está completamente despierto. Un chico joven, normal, demasiado normal tal vez. Media melena castaña, barba profunda, muy oscura. Debió de estar gordo no mucho tiempo atrás, porque unas estrías profundas tratan de recordárselo al mundo, junto con su vientre fláccido que probablemente nunca llegue a ser plano. El tipo ha debido de vivir bien, tiene la piel tersa, los dientes rectos y blancos, el pelo luminoso. Trato correcto, cierta educación. En la mesilla tiene un libro, lleva un rato descifrando el título; Largo pétalo de mar de una tal Isabel Allende. Lee, y debe de gustarle si se lo ha traído de cunda*. Un tío muy raro el de la barba. Alejandro no se ha leído un libro en su vida, ni se lo leerá. Ha vivido lo suficiente para que no le haga falta leer vidas ficticias.

Alejandro se tira de la cama cuando abren la puerta. Los funcionarios no destacan por su paciencia. El otro ya está recogiendo el desayuno; galletas malas, pan con chorizo y un vaso de algo que pasa por leche con café, y con poco azúcar.

Alejandro siempre tiene hambre y ha comido cosas infinitamente peores. Su compañero de celda agradece el desayuno, da los buenos días sin recibir respuesta y se vuelve a la jaula. A Alejandro le alucina esa actitud, él recoge lo que le tienden y ni saluda ni agradece, los otros no lo echan en falta tampoco. Le cierran con un desmesurado portazo, como para recordarle bien claro dónde está. Por si se le olvida. Por si eso fuera posible.

El otro, el de la barba, su compañero temporal parece que si necesita que le refresquen la memoria. El tío está feliz, o lo parece, al menos no está angustiado. Lo habrá asumido ya. A saber el tiempo que lleva encerrado pudriéndose entre rejas y a saber el que le queda. Tiene menos de 30 años ¿25, 28? pocos en todo caso, y ahí está, encerrado ya ¿qué habrá hecho?        También él pasó una temporada en su juventud. Y otras muchas después. Deja el desayuno extraño sobre la mesa, que lo coja si lo quiere, que no desayuna y vuelve a acostarse. Parece que las doce horas que llevan encerrados no son suficiente descanso. Dentro de una hora abrirán de nuevo para bajar al patio. A enfrentarse de nuevo con la jodida realidad del talego. La celda es un remanso de paz.

Comienzan a escucharse los ruidos de las otras celdas. Los gitanos comienzan a cantar a voz en cuello. Un par de matones se amenazan de muerte, se prometen dolor para cuando se encuentren ahí debajo. Un par de viejos presidiarios se han reconocido por la voz, reencontrados después de muchos años de cumplir condena por diferentes puntos de España. Hermano es una muletilla recurrente en su vocabulario. Alejandro tuvo hermanos y hermanas, pero ya no tiene nada. Tiene miedo, miedo a lo que le espera, miedo a bajar ahí abajo, miedo a llegar a Sevilla, pero sobre todo teme una cosa; perderla.

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