Casi todo es de color de rosa en el lejano reino de Lapaan. Muy poca gente sabe de la existencia del Reino, que, escondido en lo profundo de un valle inmenso, rodeado por las montañas más altas y agrestes del mundo, se mantiene a salvo de los problemas que tenemos los humanos en nuestros pueblos y ciudades.
En Lapaan siempre es primavera, aunque nieva algunos días no hace frío, pero las nubes cargadas de nieve de las montañas que rodean el Reino, de vez en cuando deciden soltar unos copos blancos para decorar el Reino y hacerlo todavía más bonito. La nieve se derrite muy rápidamente claro, porque como siempre es primavera no puede mantenerse durante días, como cuando es invierno, pero los habitantes del Reino se divierten mucho jugando con la nieve durante unas horas haciendo muñecos y pequeñas casitas blancas que al poco rato se han convertido en agua. Lapaan es un Reino grandísimo sobre todo porque sus habitantes son pequeñitos, más o menos miden lo mismo que una silla cuando ya son mayores, así que para ellos el espacio es muy amplio.
Lapaan es un lugar curioso, extraño y único. En ningún otro sitio de la tierra puede uno ver las cosas que se ven el en Reino escondido entre las montañas. Allí todo es rosa, no del mismo rosa claro, hay muchísimas tonalidades de rosa. Desde un rosa fuerte que parece casi rojo, hasta un rosa clarito que parece casi blanco, además con la luz del sol cambian y en ocasiones parece amarillo, ocre o dorado. Allí todo es rosa por un encantamiento, pero ya llegaremos a eso. Los árboles muy parecidos a los que se puede encontrar en cualquier otro lugar del mundo, tienen las hojas de colores rosas, la tierra también es rosa y desde luego los animales tienen el pelaje de este color, igual que los ciudadanos del Reino, que además de tener la piel rosada, tiene los ojos de un precioso color rosa.
Los habitantes del Reino de Lapaan son los Lapaaneses, pero hay tres tipos diferentes de seres. Los más numerosos se parecen mucho a las personas, aunque son mucho más pequeños. Tiene la cabeza alargada como un pepino y no tiene nada de pelo. Encima de la cabeza tienen una antena que sirve para comunicarse, pues los lapaaneses no hablan, utilizan la boca solo para comer, gritar o reírse, pero no para hablar, aunque podrían, pero no han aprendido. Todos los lapaaneses se parecen mucho entre ellos, las chicas tienen la antena más corta y los chicos más larga. Ellos y ellas llevan un lazo atado a la antena, de diferentes tonos de rosa para indicar qué trabajo tiene en el Reino. La antena acaba en una graciosa bolita que emite ondas, de ese modo se comunican los lapaaneses, además la bolita se ilumina por la noche, cuando no hay una luna llena que alumbre el valle, porque en el Reino de Lapaan no hay electricidad, no la necesitan para nada. Éstos, los habitantes más numerosos del Reino son los lopos, pero no son los únicos, además de ellos en Lapaan habitan también las hadas, unos diminutos seres maravillosos que pueden volar y tiene algunos poderes mágicos.
Las hadas lapinas son un poco diferentes a las demás hadas del mundo porque descienden de las mariposas y sus alas son más grandes, ocupan casi tanto como su cuerpo cuando están desplegadas, y por ese motivo las lapinas pueden volar más rápido y más alto que las demás hadas. Son muy pequeñitas, del tamaño de una mano, y ellas a diferencia de los lopos, si pueden hablar. Tiene un tono de voz muy agudo y estridente y casi siempre hablan muy alto, gritando. Lo hacen así porque los lopos oyen muy poco y si no se les habla fuerte no entienden lo que se les dice. Las hadas lapinas entienden a los lopos porque ellas también tienen una pequeña antena receptora con bolita iluminada, pero en vez de en la cabeza la tiene en el pompis como una cola. Ver hablar a un lopo y a un hada es muy gracioso, porque primero el hada le grita a la cara y luego le da la espalda para recibir la respuesta, ya que las antenas tienen que estar muy cerquita para que se puedan entender.
Por último, además de los lopos y las hadas, en Lapaan hay duendes, que son los más diminutos de todos los seres del Reino. Los duendes lapinos son los hijos de las hadas, y se parecen mucho al resto de los duendecillos del mundo, con sus orejas puntiagudas y su gorrito triangular, solo que en su caso el gorrito es de color rosa y debajo, tiene la antena para comunicarse con los lopos, aunque ellos igual que las hadas pueden hablar. Los lapinos hablan con un tono de voz muy grave, justo al revés que las hadas y les resulta muy complicado hacerse entender hablando con los lopos porque no suelen hablar gritando. Por eso los duendes hablan con las hadas, pero utilizan su antena directamente con los lopos.
En el gran Reino escondido de Lapaan hay tres ciudades grandes y algunos pueblos pequeñitos. Los lapaaneses son gente muy trabajadora, así que el Reino es precioso. Los edificios no son muy altos, aunque tienen algunos tres plantas, son más bajitos que una casa de una sola planta de una ciudad cualquiera del mundo humano, porque están hechas a su medida como es natural. Los ladrillos son rosa así que también lo son las casas, y desde luego el color de la pintura que decora las paredes también lo es, y los muebles, y la ropa de los lapaaneses sean lopos, hadas o duendes. Casi todos viven en casas en las ciudades o en los pueblos, pero todavía hay un grupo de hadas lapinas que viven en los árboles.
Las hadas fueron las primeras habitantes de Lapaan, muchos, muchos años atrás, cuando aún el mundo que les rodeaba era de diversos colores y no existían los lopos ni los duendecillos. Solo existían ellas, comían frutas silvestres en el valle, bebían agua fresca del arroyo o del río que cruzan el Reino, jugaban esparciendo sus polvos mágicos por todos lados y vivían encima de los árboles,donde siempre han vivido las hadas.
Había un hada que era un poco diferente a las demás, ella era más poderosa, sus poderes mágicos podían vencer a los de las demás hadas. Ninguna sabía cuál era el motivo por lo que sucedía aquello, pero todas respetaban mucho por ello a Rosalind, que así se llamaba.
Rosalind tampoco sabía por qué ella era la más poderosa de las hadas, simplemente había nacido así, un día en medio de una tormenta, de dentro de una preciosa rosa rosada, pues las hadas nacen de diferentes flores. Ella, Rosalind, había nacido de dentro de la más bella flor, una extraña y poco convencional rosa rosada. Desde pequeña su color favorito fue el rosa, y un día cuando solo era una pequeña niña hada, deseó que todo el mundo fuera de color rosa. Entonces Rosalind no sabía que fuese tan poderosa, porque todavía era solamente una niña hada y no había aprendido a utilizar sus poderes, así que sin querer ella deseó que todo el mundo fuera rosa y lo fue. Una vez hecho el hechizo y esparcidos sus maravillosos polvos mágicos por doquier, la pequeña Rosalind no supo cómo deshacer el encanto, y aún ahora muchos años después de aquello, continuaba sin ser capaz de revertir su propia magia.
Cuando sucedió eso el Reino de Lapaan no existía, el valle era solo un espacio perdido detrás de unas altísimas montañas, en un lugar alejado del mundo. Pero el grupito de hadas que había nacido con Rosalind quiso quedarse a vivir allí, y como no querían estar ellas solas crearon a los lopos. Después poco a poco, cuando se hicieron mayores plantaron semilla en otras flores, y de unas salieron hadas y de otros duendecillos, sin saber por qué sucedía ni una cosa ni la otra. Con el paso de los años el Reino fue creciendo y lo llamaron Lapaan que en idioma de las hadas significa “precioso”, y así fue como por casualidad empezó la historia.
Hacía ya algún tiempo que en el Reino perdido de Lapaan todos andaban ocupados y un poco irritados. Lapaan se encontraba en una hondonada, en un valle plano entre altas montañas. Los lapaaneses prácticamente nunca salían del Reino, cuando eso sucedía eran las hadas lapinas las que volaban fuera, lo menos que pudieran y la menor cantidad de tiempo que fuese posible. Nunca salían los lopos ni los duendes. Algunas hadas lapinas tampoco habían salido nunca del Reino, no lo necesitaban. La mayoría de las hadas son hadas madrinas y acompañan a los niños humanos que las desean con fuerza, creciendo con ellos y procurando salud y protección. Pero las hadas del Reino de Lapaan no son de este tipo de hadas, ellas son diferentes. No se ocupan de los niños humanos, solo y muy de vez en cuando, cuando nace un niño o una niña muy especial en cualquier lugar del mundo, del que las hadas madrinas no pueden ocuparse, entonces la naturaleza avisa a las hadas lapinas y es una de ellas la que se ocupa de cuidar y proteger a esa niña o niño humano. Pero eso no es algo que suceda habitualmente. Lo normal en Lapaan es que los lopos, las hadas y los duendes vivan sin preocuparse para nada de lo que sucede en el ajeno mundo de los bullicios humanos.
Los lapaaneses tiene un gran problema desde hace mucho tiempo, unos enemigos irreconciliables desde hace muchos, muchísimos años. Hace tanto que ni siquiera llegan a recordar cual fue el origen de la discusión que los llevó a ser enemigos. Son los castores. Todos los castores y los lapaaneses son enemigos, aunque ni unos, ni otros saben cuál es el motivo de su enemistad. Al principio de la existencia del Reino de Lapaan, cuando Rosalind lo hizo todo de color de rosa, eran incluso amigos, pues los castores son muy juguetones, igual que las hadas lapinas, y como tiene unos dientes delanteros tan grandotes, les gusta cortar con ellos la madera, así que los castores cortaban madera para las hadas, y ellas a cambio les daban algunas frutas silvestres que recogían de las copas de los más altos árboles, donde los torpes castores no podían llegar porque tienen las patas cortas. Pero un buen día nadie recuerda cuál fue el motivo, los castores y las hadas discutieron por algo y se convirtieron en enemigos. En aquel entonces todavía no existían los lopos ni los duendes, así que con ellos ni iba la historia, pero al ser descendientes de las hadas, el cabreo de los castores también es con ellos y nunca han sido capaces de llevarse bien.

Los castores son unos animalitos muy trabajadores, de los más trabajadores de la naturaleza. Ellos no viven en Lapaan, porque aquel es el Reino de las hadas, sus enemigas, y no hubiesen podido estar cómodos. Ellos, los castores, viven en las montañas que rodean el Reino, donde nacen los ríos que discurren por el valle de Lapaan. Los castores no son muy inteligentes, solo les preocupa comer y cortar madera, porque sus enormes dientes si no los están empleando continuamente en trabajar la madera, crecerían y crecerían hasta que les ocuparían toda lo boca. Pero claro, desde que los castores discutieron con las hadas, la madera que hacían antes para ellas, ahora no quería dársela a las hadas, así que los castores no tenían un trabajo que realizar. Ellos no tenían que construirse casas, vivían entre el río y unas cuevas que hay en las inmensas montañas, y como tienen un pelaje muy duro, no les afecta en absoluto el frío extremo que en ocasiones azota aquel paraje. Aunque ya no tenían que hacer tablones de madera para las hadas lapinas, los castores necesitaban utilizar los dientes, así que como no son muy listos, continuaron haciendo exactamente los mismos tableros que cuando eran amigos de las hadas.
Al principio acumularon los tableros a la vera del río, en el nacimiento, arriba del todo de las montañas que es donde suelen comenzar todos los ríos y riachuelos del mundo. Porqeu los castores vivían allí cerca y solían jugar por el río. A los castores les encanta el agua desde siempre, y tiene además una cola plana y muy grande que les sirve para impulsarse en el agua y llevar bien la dirección, así que son excelentes nadadores. Cuando llevaban un par de meses sin llevarse las hadas los tablones de madera que hacían cada día los castores,éstos habían acumulado tal cantidad de tablones que les costaba ya moverse con soltura por la vera del río. Habían acumulado cientos y cientos de tablones de todos los tamaños. Los castores decidieron que lo que debían hacer para deshacerse de toda aquella acumulación de madera, era que conforme los fuesen haciendo los tirasen al río, así la corriente se los llevaría hacia abajo y a ellos no les molestarían allí todos apelotonados para continuar haciendo sus cosas.
Eso fue lo que hicieron y los tablones, llevados por la furiosa corriente del río que bajaba veloz de las altas montañas, fueron flotando y flotando hasta cruzar el valle de Lapaan, porque el río que nace en lo alto de la más alta de las montañas, va bajando hasta cruzar el Reino y después continua su serpenteante camino muchos, muchísimos kilómetros hasta llegar al mar, que es el lugar al que llegan todos los ríos del mundo, los más grandotes y luego los más chiquitines.
Cuando las hadas lapinas vieron que los tablones bajaban flotando por el río, los fueron recogiendo para continuar construyendo con ellos sus casas y sus muebles. A cambio como las hadas son seres justos y buenos, aunque fuesen enemigas de los castores, continuaban recolectando para ellos los deliciosos frutos silvestres que tanto gustan a los castores, pero en vez de dárselos se los dejaban en una hoja de parra cerca de donde ellos vivían, para que se los encontrasen como por casualidad. Y como los castores son tontorrones, cada vez que se encontraban los deliciosos manjares, pensaban que era una maravillosa casualidad que la naturaleza les regalase justamente aquello que más les gustaba a ellos.
Y así fue como la vida siguió su camino durante muchos años. Los castores nunca jamás bajan de sus altas montañas, porque luego tendrían que subir y son un poco perezosos para todo lo que no sea hacer cosas con la madera, pero un día uno de ellos se quedó dormido panza arriba en al agua, porque aquel día además de hacer bastante calorcito, había estado mucho tiempo trabajando con la madera. Así que dormido como estaba el castor flotó corriente abajo, como los tablones que solían lanzar a las aguas, y al poco tiempo llegó al valle. De repente se despertó sobresaltado por los muchos ruidos que hacían los habitantes del Reino, y tratando de pasar desapercibido se dedicó a observar lo que sucedía. No tardó mucho en ser sorprendido, porque los castores como están fuera del Reino, no son rosas como todo en Lapaar, ellos son marrones y un poquito amarillos, así que llaman mucho la atención, y enseguida un jovencito lopo, que nunca había visto en toda su corta vida a un castor, se le acercó muy sorprendido para ver que era aquel ser tan extraño y desconocido. Lo olisqueó un poco y lo estuvo tequeteando, pero como los lopos no pueden hablar no podía preguntarle quién era o que hacía allí, así que al poco rato se marchó.
El castor que en realidad estaba bastante asustado por estar en territorio enemigo, observó cómo un poco más arriba de donde él se había despertado, los duendes y los lopos recogían los tableros que ellos tiraban arriba en las montañas, y se los quedaban para continuar construyendo sus ciudades y los muebles para sus pequeñas casitas. Curiosamente, los tableros de madrea que eran marrones cuando los fabricaban los castores, al bajar por el río y entrar en el Reino, debido al encantamiento de Rosalind se convertían en madera de color rosa, como todo lo demás allí en Lapaan.
Buceando en contra de la corriente, escondiéndose para que no le viese ningún hada, el castor extraviado regresó a su lugar de origen en la alto de las montañas, y una vez allí les explicó a sus compañeros que estaban súper preocupados buscándole, y ya habían hablado con los topos y con los zorros para que les ayudasen en la búsqueda, lo que había visto en Lapaan. Como lo lapaaneses recogían y utilizaban los tableros que ellos desechaban. Muy turbados con la revelación, los castores tras avisar a sus amigos los topos y a los zorros de que el castor perdido ya había aparecido, se pusieron a pensar qué hacer para no continuar regalándoles los preciados tableros de madera a los habitantes del Reino.
Como los castores no son unos animalillos muy inteligentes, estuvieron muchas, muchas horas hablando sobre cuál era el plan que deberían seguir, y al final tras pensar muchos y varios planes, se les ocurrió que para aprovechar todos los tablones que iban haciendo con los dientes, lo que debían era construir una presa. Una especie de muro enorme que evitaría que el agua del río fuese por su cauce normal, la contendría. De ese modo los castores conseguían dos cosas a la vez, por un lado, utilizarían toda su inmensa producción de tablones de madera en construir el muro, que tenía que ser muy alto y muy ancho, porque el agua tiene muchísima fuerza y le gusta ir siempre por el mismo sendero, y además por el otro lado, los castores al desviar el río con su presa, haciendo ir el agua por el otro lado de las montañas, dejarían al Reino escondido de Lapaan sin su principal suministro de agua. Tenían otro pequeño arroyo que venía de otra de las montañas, pero era un arroyo muy fino en comparación con el río de los castores y como en Lapaan vivían muchos Lapaaneses, al quedarse sin el agua del río, iban a tener algunos problemas.
Los castores son un poco perezosos, excepto cuando se trata de trabajar con la madera que en eso son muy diligentes, así que cuando lo hubieron decidido, todos se pusieron a trabajar en la construcción de la presa, que les costó varios meses de duro trabajo. Al principio en el Reino se dieron cuenta de que había disminuido el caudal del agua, pero no le dieron importancia. Ahora ya hacía unos meses que los lapaaneses estaban preocupados de verdad, porque los castores estaban a punto de concluir la obra y en el Reino se notaba cada vez más la escasez del agua, la gente estaba triste y apagada y las plantas que antes habían tenido un color rosa brillante, ahora que no tenían agua era de un rosa pálido.
Mientras todo esto sucedía en el reino escondido de Lapaan, muy lejos de allí sucedían cosas muy diferentes. Había una pequeña princesa preciosa que tenía el cabello del color de los troncos de los árboles y que se le rizaba en graciosos tirabuzones hacia el final. Era una pequeña princesa muy graciosa y risueña, muy simpática y amorosa, tenía cinco años y su nombre era Lana.

Lana era una niña humana, pero como era una niña muy especial, ella tenía asignada un hada lapina para que la cuidase, la protegiese y la ayudase a crecer en sabiduría. El hada que cuidaba a Lana se llamaba Lea y llevaba con Lana desde el día que nació, estuvo a punto de no llegar a su nacimiento, lo cual hubiese sido una tragedia horrible, porque en el momento del nacimiento de un humano especial como Lana, es condición indispensable de que un hada lapina la rocíe con sus polvos mágicos, de ese modo quedan vinculados para siempre. Si el hada llega tarde lo cual sucede algunas veces, porque tiene muy mala orientación, entonces ese niño o niña humano ya no puede quedar bajo el cuidado del hada, porque antes que los polvos mágicos, han respirado el aire del mundo humano y siempre estarán más del lado de los humanos que del de las hadas. Por suerte para Lana, Lea si llegó a tiempo para verla nacer y cubrirla con sus maravillosos polvos. No le resultó nada sencillo al hada encontrar el camino, porque el país donde nació aquella bebé tan espacial era muy montañoso, al pie de los Alpes, una inmensa cadena montañosa, y con muchísimos árboles, se extendía el país de la princesita Lana, Eslovenia. En el país de Lana las cosas eran de colores normales, y al hada lapina le costaba mucho orientarse pues sus ojos estaban acostumbrados a verlo todo rosa como en Lapaan, además las hadas vuelan muy rápido, como un avión, y a esa velocidad en ocasiones les cuesta reconocer bien las cosas y luego les toca volver por donde han venido.
Eso fue lo que le sucedió a Lea, que casi se pierde el nacimiento el nacimiento de la princesita, pero menos mal que si pudo llegar, porque si no todo hubiese sido muy distinto para Lana, y sobre todo para el lejano Reino de Lapaan.
La pequeña princesita fue creciendo poco a poco, como todos los bebés humanos. Pero enseguida se notó que a Lana le encantaba el color rosa. Sólo Lana podía ver a Lea, sus papás y sus abuelitos no podían, pero ellos también se habían dado cuenta de que la pequeña bebé de distraía viendo revolotear por su cuna algo que ellos no podían ver. Cuando la niña se hizo un poquito mayor, además de hablar el idioma de su país, el esloveno, aprendió a hablar y entender el lapaanés, el idioma de las hadas. Lana tenía una abuelita muy curiosa que se llamaba Jelka.
Jelka quería muchísimo a la princesa Lana y siempre procuraba pasar el máximo tiempo posible con ella. De modo que con el paso de los meses, la abuelita se dio cuenta de que su nieta a veces, cuando hablaba decía palabras que se le escapaban, en un idioma que ella no entendía. La abuelita era bibliotecaria en Celje, una preciosa ciudad del país. Le gustaban mucho los libros y procuraba saber muchas cosas, pero Jelka estaba segura de que las palabras que decía Lana no eran de ningún idioma que ella conociese. Poco a poquito, hablando con su nieta entendió que esas palabras formaban parte del idioma de las hadas, y aunque Jelka no podía ver a Lea, no dudó ni por un momento de lo que le contaba la pequeña princesa.
Durante los cinco años que tenía la princesita, ella y Lea habían crecido juntas y felices. Se habían hecho muy buenas amigas y no tenían secretos la una con la otra. Desde hacía unas semanas, Lana veía a Lea un poco cabizbaja y preocupada, pero respetaba los silencios del hada hasta que ella le explicase qué era lo que le tenía tan preocupada.
Normalmente son las hadas las que ayudan a las niñas y no al revés, así que el hada Lea no tenía pensado decirle nada a Lana, no para ocultarle un secreto sino para no preocuparle, pues le quería mucho y no podía soportar verla sufrir. Pero finalmente un día por casualidad, al volver Lana de la escuela encontró a Lea llorando en una piedra delante de la casa, en un pequeño jardincito que tiene su casa enfrente de la fachada. Lea no solía ocultarse porque solo la princesa podía ver al hada, pero no se dio cuenta de su llegada, y a Lea le avergonzó mucho que su niña le viera llorar, no era adecuado. Entonces, ante la preocupación de la pequeña, el hada Lea no pudo no pudo evitar explicarle lo que le estaba sucediendo. Lea le contó a la niña que desde hacía un tiempo, en el Reino perdido de Lapaan no tenían el agua de su río principal, solo contaban con el pequeño arroyo que bajaba desde la otra gran montaña que rodeaba el Reino, pero con esa poca agua no había suficiente para cuanto necesitaban. Le contó de la enemistad de las hadas con los castores, y Lana muy interesada le preguntó por el motivo de aquel enfado. Pero Lea igual que Rosalind y las demás hadas, ya no recordaban lo que los había llevado a ser enemigos de los animalitos de cola plana. Lana se quedó muy extrañada, pues cuando ella discutía con sus amigos en el colegio, lo cual no sucedía a menudo, pero sucedía algunas veces. Ella siempre sabía por qué se habían cabreado con ese amigo o con esa amiga. La mayoría de las veces eran cosas muy pequeñitas y enseguida se arreglaban como buenos amigos. En otras ocasiones las discusiones eran más profundas, por algo que había hecho daño a los dos y era más difícil de resolver, entonces intervenían los papás de Lana y la profesora del cole, y siempre contaba con el consejo de Lea que procuraba ayudarle. Pero desde luego Lana siempre recordaba el motivo de su enfado, hasta que se le pasaba, porque siempre se le pasaba. No se imaginaba poder estar enfadada con alguien para siempre por una cosa que pasó solo una vez. Siempre que había un desacuerdo en el parque, o en el patio, o en la clase, o donde fuese, Lana hablaba con él o con ella e intentaba llegar a un acuerdo para volver a ser amigos. Unas veces costaba más y otras veces un poco menos pero nunca duraba más de dos o tres días, porque a Lana no le gustaba vivir enfadada.
Una vez el invierno anterior, Lana tuvo un problema con su mejor amiga. Estaban haciendo un muñeco de nieve en el patio de la escuela, pero Lana no se dio cuenta de que su amiga quería participar en esa actividad y no le dijo nada. Su amiga muy dolida, pensando que la princesa le había de lado no atendía a razones, por mucho que Lana intentó razonar explicándole que no se había dado cuenta, y que la profesora intentó reconciliar a las dos amigas no hubo manera. Al final fue Lea la que con su magia tuvo que solucionar el problema, por primera y única vez, porque veía que Lana estaba sufriendo muchísimo con la separación de su amiga.
Recordando aquella vez en que Lea le ayudó a solucionar el pequeño malentendido, la niña le preguntó al hada por qué no utilizaba su magia para resolver el conflicto con los castores, así todo volvería a ser paz y armonía en el Reino perdido, como antes de que se cabreasen sin que nadie recordase el motivo. Lea le explicó a la niña que eso no era posible, pues las hadas no pueden utilizar la magia en su propio beneficio, solo para ayudar a los demás. Si en alguna ocasión empleasen sus poderes mágicos en beneficio propio, la magia se desvanecería y ellas se convertirían en simples mariposas.
Lana quería ayudar a Lea y le preguntó de qué forma podía hacerlo para compensar así toda la ayuda que el hada le había proporcionado durante todos los años. Tras consultarlo con la almohada, Lea consideró que la pequeña princesa sí que podría serles de gran ayuda. Lana que no era lapaanesa, podía hablar con los castores y hacer que se reconciliasen. El hada se lo explicó a la niña, y a ella que le encantaba ayudar a los demás, igual que le gustaba ser ayudada cuando ella lo necesitaba, se propuso viajar con Lea al Reino lejano de Lapaan, para intentar a sus minúsculos habitantes.
Para ello Lana tuvo que hablar con sus papás, pero ellos no sabían nada de su hada Lea, así que primero Lana se lo dijo a Jelka su abuelita, y fue ella la que habló con sus papás. Como todos los papás del mundo, los de la princesa Lana no querían que a su pequeña le pasase nada malo, y les preocupaba que viajase ella sola a un lugar tan lejano, además estaba la cuestión del colegio, pero ya faltaban muy pocos días para las vacaciones de verano, así que los papás de Lana decidieron que dejarían ir a la niña si podía ir acompañada de la abuelita, como unas vacaciones de verano. A Lea le pareció bien, pero le explicó a Lana que a su vez se lo explicó a Jelka, que, aunque su abuela los acompañase hasta el Reino de Lapaan, ella no podía acceder al Reino, tendría que quedarse esperando fuera, porque solo aquellos humanos que habían sido rociados con los polvos mágicos en el momento de su nacimiento, eran capaces de atravesar el umbral y acceder a Lapaan. A Jelka aquello le pareció bien y en cuanto la princesa acabó las clases en la escuela, prepararon su maleta para volar hacia su destino.
Fue un viaje larguísimo, con muchas horas de avión y muchas escalas en remotos países que la niña nunca había escuchado. Por supuesto en el Reino perdido de Lapaan no había aeropuerto, porque era un Reino escondido, allí no va nunca nadie, porque nadie sabe de su existencia, a excepción de unas pocas decenas de humanos especiales.
Como Lana, príncipes y princesas excepcionales por sus cualidades extraordinarias, como la bondad, la generosidad, la empatía, la capacidad de perdón o la humildad, cualidades éstas que ya no abundan en el mundo de los humanos. Por ese motivo, cuando las hadas lapinas detectan que va a nacer un niño o una niña humano con estas cualidades excepcionales, se encargan de protegerlo, para que no se pierdan con el paso del tiempo. Y cuando ese pequeño príncipe o princesita se hace mayor entre los humanos, es un ejemplo entre los demás. Entonces las hadas, cuando se ha cumplido su cometido, regresan felices a Lapaan hasta la siguiente ocasión.
Pero por primera vez en los muchos años de historia del Reino de Lapaan, las hadas lapinas, los lopos y los duendecillos necesitaban ayuda para solucionar sus problemas. Habían dudado mucho sobre si debían o no solicitar la ayuda de una humana. Finalmente, todos decidieron que pedir ayuda no era un acto del cual avergonzarse, muy al contrario, se requería una gran valentía para pedir ayuda cuando no se es capaz de solucionar un problema. Por eso Lea había llegado a las puertas de Lapaan con una pequeña princesa humana de la mano y su abuelita, que se quedaría allí fuera esperando su regreso.
Lana y Jelka se despidieron a las puertas del umbral del Reino. Lana estaba muy emocionada por poder ayudar a su amiga y a todo el Reino, pero como es normal también estaba un poco asustada porque Lapaan era algo desconocido para ella. Aunque Lea llevaba toda su vida hablándole a la niña del Reino y sus características, Lapaan no dejaba de ser un lugar extraño para la pequeña princesa. Jelka le dijo a su nieta que se quedaría allí esperando su regreso, que tenía mucha confianza en que pudiese ayudar a sus amigas hadas, y le dio un gran beso de amor para que tuviera siempre presente cuantísimo la quería. Así se despidieron y ante sus ojos, la niña y Lea, a la que Jelka no podía ver, desaparecieron de delante de sus ojos al cruzar el umbral. La abuelita trató de hacer lo mismo que la niña, pasar entre dos piedras que había allí en medio de la montaña y que no tenían nada de espacial, pero no pasó absolutamente nada, porque Jelka no había sido rociada con los polvos mágicos al nacer, y ella como ya le había explicado Lea, no podía acceder al Reino perdido de Lapaan. Se quedó allí esperando su regreso, muy tranquila y confiada en que la niña iba a hacer una excelente labor para ayudar a reconciliar a las hadas lapinas con los castores.
Cuando Lana llegó a Lapaan se quedó muy sorprendida. Ella ya sabía cómo era el Reino, porque Lea se lo había contado muchas veces, pero en el fondo la pequeña princesa no se había creído del todo la historia del hada. Se pensaba que no era posible que existiese un lugar en el que todo fuese de su color favorito. Pero sí que existía y lo tenía ahora delante de ella. Todo era de color rosa en Lapaan. El verde césped del mundo de los humanos, era de color rosa en el Reino escondido, los árboles que eran de colores marrones, amarillos, verdes y naranjas, en Lapaan eran completamente rosas. Y los Lapaaneses, igual que Lea, eran también rosas debido al encantamiento de Rosalind. Claro que ni a ellos ni a Lana aquello les importaba, al revés, estaban encantados porque les gustaba muchísimo ese color suavecito y tranquilo que les daba a todos alegría.
Desde la entrada del Reino, que quedaba arriba de una de las montañas que rodeaban el valle, la niña pudo ver entero el Reino, que era muy grande, pero no tanto como esperaba de lo que Lea le había contado. Lana entendió enseguida que como Lea era pequeñita como una manzana, para ella casi cualquier cosa era inmensa, y su Reino escondido, aunque no fuese mucho más grande que Lijublijana, la capital del país de Lana, a Lea le parecía un lugar gigantesco. No tardó mucho en pasar a su lado un lopo agricultor que al ver a Lana se asustó muchísimo. Normal, pues era pequeña pues todavía tenía cinco añitos, en comparación con los lopos, las hadas y los duendes, Lana era muy grande, como seis o siete veces más grande, y por eso aquel lopo se asustó. Enseguida Lea se puso a hablar con él empleando la bolita, y Lana no pudo evitar reírse mucho cuando los vio utilizando de espaldas sus antenas para comunicarse. Tampoco eso pudo creérselo del todo cuando se lo contó su amiga, y ahora que lo veía le resultó verdaderamente gracioso.
El día en que Lana llegó al Reino de Lapaan se dio una gran fiesta en la ciudad principal a la que fueron invitados todos los lapaaneses del Reino perdido. Se trataba de que todos los habitantes conociesen a la recién llegada y el motivo de su visita. Era la primera vez en la historia de Lapaan, que nadie que no hubiera nacido allí entrase en el Reino y por lo tanto, excepto las hadas que ya sabían cómo eran los niños y las niñas humanas, tanto los lopos como los duendes estaban muy sorprendidos con la pequeña princesa, que aun siendo pequeña para ser humana, era gigantesca rodeada de los minúsculos seres lapaaneses. Todos y todas querían ver a la princesa de cerca y tocarla, para ver si su cuerpo estaba hecho igual que el suyo. Para su sorpresa no eran tan diferentes. Podían oler, ver, tocar y sentir prácticamente de la misma manera. Sus cuerpos eran un poco diferentes. Se parecía mucho a los duendes, excepto las orejitas y en el tamaño, pero tenía dos piernas y dos brazos como los lopos, aunque su cabeza no fuese alargada como la de éstos. Y también fue para todos una inmensa sorpresa descubrir que Lana podía hablar lapaanés. Por lo tanto, todos podían entenderla, aunque ella claro, como no tenía la bolita de comunicación, no podía hablar con los lopos, pero ellos si podían entenderla. Lana hablaba muy parecido a las hadas, agudo, pero más dulce. Su voz les parecía a los lopos como si estuviese hecha de caramelo, y cuando la niña se puso a contarles a todos cómo había sido el largo viaje hasta llegar allí, todos los habitantes del Reino se quedaron embelesados con el precioso sonido de la voz de Lana.
Cuando la pequeña terminó de contar su viaje fue cuando comenzó el banquete que en su honor habían preparado. Hubo de todos los manjares que se pueden trabajar en Lapaan. Deliciosas frutas silvestres recogidas de los árboles, setas, todo tipo de frutas y verduras cultivadas por los lopos agricultores y muchos zumos, pero nada de carne. Lea le explicó a Lana que en el Reino de Lapaan todos eran veganos. No comían ningún tipo de animal, ni productos derivados de los animales como la leche, los huevos o el yogur, que Lea sabía que a Lana le gustaba mucho. Tampoco utilizaban la piel de los animales. En Lapaan había algunos animales, no muchos, pero había caballitos pequeños, peces en el río, pajaritos de la clase más pequeña que existe y algunos otros, además de muchísimos insectos como hormigas y arañas. Pero los lapaaneses no habían domesticado ninguno de estos animales, todos vivían libremente en el Reino y eran amigos de los habitantes. Algunas veces los caballitos ayudaban a los lopos campesinos a arar el campo, o los llevaban a dar una vuelta por las montañas, pero solo cuando a ellos les apetecía, no estaban obligados, y desde luego nunca se le ocurrió a ningún habitante del Reino comerse a ninguno de sus amigos animales. A Lana le pareció raro al principio pues en el mundo humano la mayoría de la gente si que come carne, pero como a ella también le gusta mucho la verdura y las frutas, se comió todo lo que le pusieron con mucha alegría.
Lo primero que se terminó fue el zumo de frutas y no había más. Los lapaaneses como son pequeños, no beben tanto como una niña humana de cinco años y no lo habían previsto. Pero además existía el grave problema del agua con el que hacían el zumo. Quedaba muy poquita y tenían que racionarla, así que hasta el día siguiente no habría más. Por suerte los frutos tienen un gran contenido de agua y Lana no pasó sed. Lea le explicó que todo el Reino estaba pasándolo mal con la escasez de agua, pues no podían regar adecuadamente los campos y las frutas no crecían con la misma intensidad. El problema del agua era muy grave y las hadas no podían hacer nada, pues su magia solo servía para ayudar a los demás no a ellas mismas. Los lopos no podían hablar con los castores ni con nadie, y los duendecillos tampoco, aunque lo intentaron, porque los castores solo son capaces de escuchar los sonidos agudos, no los graves, y los duendecillos hablan con voz grave.
Lana se dio cuenta de que su ayuda en Lapaan era extremadamente necesaria, pues los habitantes del Reino lo estaban pasando mal. Aquella noche la princesa la tuvo que pasar al raso, pues no había en todo el reino una sola casa en la que cupiese la niña. Todo era muy pequeñito, adaptado al tamaño de los lapaaneses y aunque hubieran querido construir una pequeña casita para la niña, no tenían tableros. Por suerte en el Reino no hacía ningún frío, pero aún así los lapaaneses, como muestra de su inmenso agradecimiento, por la ayuda que la princesa Lana les iba a prestar, le habían tejido una fina manta con lana de las ovejas del Reino, que producían una finísima y excelente lana rosada. Pasó muy buena noche bajo un tupido nogal, a su lado como siempre, posada en su pequeño hombro estuvo Lea y durmió muy bien, porque a diferencia de en el mundo humano, donde siempre se escuchaba el estruendo de los coches o los camiones, de aquellos que trabajan por la noche, en el Reino de Lapaan no había vehículos, ni televisiones, ni despertadores, ni ruidos artificiales de ninguna clase, así que la princesa Lana aquella noche solo escuchó a los grillos, las cigarras y el suave ulular del viento, por eso durmió tan maravillosamente.
Al despertar por la mañana, con los primeros rayos de sol, estaba de tan buen humor que decidió que tenía que ponerse manos a la obra de inmediato, para tratar de solucionar el conflicto sin tardanza. Los habitantes del Reino, que durante la noche anterior la habían observado con detenimiento, como si fuese un objeto curioso, a la mañana siguiente ya habían aceptado completamente a Lana como una más en Lapaan, de modo que ya no la miraban con curiosidad, ahora la saludaban como si fuese desde siempre una lapaanesa más, y muchos duendecillos y hadas se acercaban a revolotear hasta ella con alegría para pedirle con humildad que les ayudase a hacer las paces con los castores.
Con la única compañía de su fiel amiga Lea, la niña se marchó aquella misma mañana en busca de la solución al conflicto que asolaba el valle. Pero antes de iniciar el camino de ascenso de las montañas, se reunió con Rosalind que era el hada más antigua de Lapaan. Aunque las hadas no se hacen mayores como los seres humanos, las que viven más tiempo se hacen más sabias, porque han vivido más y tiene más experiencia en la vida, como era el caso de Rosalind, que servía de consejera de las otras hadas más jóvenes del Reino. Rosalind agradeció a la princesa Lana su esfuerzo de llegar hasta allí para ayudar a los lapaaneses, y le pidió que fuese con mucho cuidado, tanto en el ascenso por la montaña como en el trato con los castores. Lana que ya había visto antes castores por la televisión y en internet, le parecía que eran unos animalitos dóciles, simpáticos y trabajadores, así que no entendía qué era lo que de ellos debía temer. El hada Rosalind tampoco sabía que explicarle, porque, aunque ella llevaba cientos de años viviendo en Lapaan, desde el principio de la creación del Reino, y los castores también estaban allí desde el principio, por algún extraño motivo, el hada no era capaz de recordar el motivo del desencuentro con los castores, por mucho que se esforzaba en ello, solo era capaz de recordar que un día pasaron de ser amigos a ser enemigos, pero no cual fue el motivo que los llevó a llegar a eso. Lana era una niña, pero era muy sagaz para su edad y en solo un día ya se había dado cuenta de cual podía ser el problema, pero decidió no decir nada todavía, porque había aprendido de Jelka, la virtud de la prudencia, y para evitar meter la pata pensó que era mejor no decir nada hasta estar completamente segura. Una vez hubo hablado con Rosalind, Lana y Lea estaban listas para partir, y así lo hicieron bordeando el río, ahora seco, para siguiendo su curso llegar hasta donde los castores estaban construyendo la presa. Muchos lopos se arremolinaron para despedir a Lana, desearle suerte y pedirle a Lea que la cuidase tan bien como hasta ese momento había hecho.
El viaje fue un poco largo, les costó todo el día y medio del siguiente, porque la pequeña princesa no estaba acostumbrada a caminar durante tan largos trechos. Ella naturalmente iba en coche a todos lados y además, su mamá le había comprado un patinete eléctrico con el que se desplazaba incluso por casa. No es que fuese vaga, que no lo era en absoluto, era una niña sana y muy activa, pero como a todos los niños y niñas modernos le gustaba muchísimo utilizar las nuevas tecnologías. Lana al viaje se había llevado un teléfono móvil que le había dejado su mamá con cámara para hacer fotos, pero al cruzar el umbral del reino escondido se había dado cuenta de que allí no funcionaba en absoluto, así que no podría hacer fotos y todo debería después contarlo conforme lo recordase.
Fueron subiendo poco a poco, el camino no era muy escarpado y la pendiente no muy pronunciada. Volvió a pasar la noche al raso bajo la protección de un álamo. Y al despertar de tan buen humor como la mañana anterior, se dio cuenta que estaban más arriba porque hacía más frio. No se había dado cuenta antes, porque con la ascensión había sudado un poco y eso le había hecho entrar en calor. A media mañana del siguiente día de caminata, ya casi estaban en lo más alto de la montaña, y desde lejos la niña pudo ver la enorme presa que habían construido los castores. Era una gigantesca pared de perfectos tableros de madera, que impedían que el agua del río siguiese su curso natural desviándola en otra dirección. Era una obra muy grande y muy bien hecha. La princesa Lana se quedó admirada de que unos animalillos tan pequeños hubiesen sido capaces de hacer algo tan grande. La presa era marrón y a su alrededor las montañas eran de color tierra, los castores de un apagado color pardo y amarillo, con los grandes dientes blancos y los diminutos ojillos negros. Había hierba de un vivo color verde y un poco de nieve sucia por las pisadas de un color gris fangoso. Sin darse cuenta, andando, Lana y Lea habían cruzado de nuevo el umbral del reino al llegar a su límite, y ahora estaban fuera, en el territorio de los castores.
Los castores podían ver a las hadas claro, y también a Lana que para ellos era como para los lapaaneses, una figura muy grande, Los castores son un poco más grandes que las hadas, pero más pequeños que un niño humano. Tienen el tamaño de un gato más o menos, y son bajitos y planos, como una barra de pan sin levadura. Estos castores nunca habían visto a una humana y se asustaron un poco, pero como además iba con ella un hada, se cabrearon. Porque por algo eran enemigos. Enseguida pensaron que las hadas habían traído a la pequeña princesa para atacarles y se pusieron a la defensiva.
El susto y el cabreo se convirtieron rápidamente en sorpresa, cuando Lana les habló. Los castores tienen su propio idioma, pero de cuando eran amigos de las hadas aún conservaban el conocimiento del idioma lapaanés, que la mayoría de los castores utilizaban entre ellos. En aquel pueblo de castores solo hablaban en el idioma de los castores cuando tenían que tratar con otros castores, de otras montañas y ríos, o cuando tenían que hablar con sus amigos los topos, que no conocían el lapaanés.
Como había sucedido al llegar al reino escondido, los castores eran curioso y querían ver de cerca a la recién llegada, que para ellos es igual que para los duendes y los lopos, era toda una novedad. La olfateaban y la miraban sin atreverse a tocarla, mientras se preguntaban qué era aquella niña y cómo era posible que hablara su mismo idioma. Cuando se recuperaron de la sorpresa ella les explicó que era una niña humana, que había venido desde Eslovenia en avión para ayudarles a hacer las paces con los habitantes del Reino perdido. Los castores, al escuchar lo que les contaba la princesa pequeña, no daban crédito a lo que oían, la entendían y les parecía una vocecita dulce y melódica que les encantaba escuchar, pero decía cosas que ellos no se podían creer. Para los castores el mundo era ese río y la montaña, nada más. Ellos nunca habían salido de allí y no sabían nada de aviones, ni países lejanos. Pero pensaron que era posible que Lana tuviese razón, y lo que les había contado fuese verdad, pues al fin y al cabo ellos nunca visto una niña humana antes y allí estaba Lana. Le pidieron permiso para tocarla y vieron que su carne era diferente a la de ellos. Lana no tenía las patas cortas sino largas, y no las tenía todas cubierta de pelos como ellos, eso fue lo que más les sorprendió. Le preguntaron cómo era que no tuviera frío y ella les explicó que, gracias a la ropa, y por las noches tapándose con mantas. Sacó de su mochila la preciosa manta rosa que le habían hecho los lapaaneses, y al verla los castores entornaron sus pequeños ojos y se echaron atrás un poco. Lana se dio cuenta de que a los castores les molestaba el color rosa, como si les doliese verlo. Y tal como había creído ya al llegar al Reino, fue poco a poco confirmando sus sospechas sobre el origen del problema. Seguro que tenía algo que ver con el color rosa que lo invadía todo en Lapaan.
Rápidamente la pequeña princesa y los castores se hicieron amigos. Como ya era tarde, decidieron invitarla a pasar con ellos la noche y ya hablarían del problema al día siguiente. Eran reacios a dejar que Lea pasara también allí la noche, pero era su hada y no podía dejarla sola en un lugar que ella creía que era tan peligroso, así que, aunque a regañadientes, por deferencia a su nueva amiga humana, dejaron que se instalara en una cueva calentita junto con Lea, que no pegó ojo en toda la noche, asustada como estaba, de estar en el pueblo de los enemigos castores. Lana en cambio durmió todavía mejor porque desde la cueva se escuchaba el rumor del agua, y eso la ayudó a conciliar el sueño y dormir maravillosamente.
A la mañana siguiente, Lana despertó sobresaltada por el ruido de la madera al astillarse. Lea ya estaba despierta, porque no había sido capaz de dormir en toda la noche. Cuando salieron de la cueva descubrieron la inmensa actividad que se vivía en el pueblo de los castores. Iban de acá para allá muy atareados con sus tableros para continuar reforzando la presa. A la pequeña princesa le sorprendió que fuesen tan trabajadores, responsables y diligentes en su trabajo. Pensó que, si habían sido tan eficaces a la hora de construir la presa, no podían ser menos para resolver su conflicto con las hadas. En eso andaba pensando la niña cuando se presentó ante la niña un castor muy viejo, muy viejo. El castor más abuelito de todos cuanto había en el lugar. Tenía los bigotes del morro blancos, los dientes amarillos y profundas arrugas en la piel. Como todo el mundo sabe, las arrugas de la piel significan sabiduría. Cuando una persona, o un animal, o un duende, o un lopo, o un hada viven muchos años, el cuerpo se les arruga porque todos los conocimientos que han ido adquiriendo con el paso de los años, no caben bien en el cuerpo, y a veces intentan escaparse, pero como no pueden al chocar con la piel por dentro se producen esas arrugas. Jelka, la abuelita de Lana, también tiene arruguitas, porque ya ha vivido muchos años y tiene el cuerpo lleno de conocimiento y amor.
El viejo y arrugado castor se presentó, se llamaba Silote, un nombre muy bueno para ser castor porque en lapaanés significa poderoso. Silote, como Rosalind, llevaba viviendo en aquella montaña larguísimos años. Él y ella habían sido tan amigos, que eran como hermanos antes de pelearse, y Silote echaba de menos a Rosalind y al mundo de las hadas, en el que un día fue feliz. Habló durante horas con la niña mientras miraba con recelo a Lea sin saber por qué. Él tampoco alcanzaba a recordar el origen del problema. Sabía que era algo que a los castores había molestado, hasta el punto que se habían enfadado irremediablemente con las hadas, pero ellas no habían hecho nada por corregir aquella actitud a así durante años y años.
Es por el rosa, ¿verdad? Preguntó Lana con una sonrisa en la carita preciosa. ¿El rosa?, ¿qué le pasa al rosa? Preguntó confundido el viejo castor. Lea también revoloteaba confundida alrededor de la princesa. Entonces la niña explicó a Silote y a Lea su teoría. Los castores son cortos de vista y les molesta el color rosa, ella se había dado cuenta al sacar su manta de lana rosada al llegar al pueblo. Incluso a ella que le encantaba el color rosa, al llegar al Reino de Lapaan se había sentido un poco incómoda, al verlo absolutamente todo de aquel color. Entonces fue cuando pensó que tal vez aquel fuera el origen del conflicto. Silote y Lea pensaron un buen rato, como si estuvieran despertando sus recuerdos. Lea era un hada muy jovencita, pero Silote de pronto lo recordó todo. La pequeña princesa tenía razón, el problema era por el color rosa. A los castores el color rosa les molesta un poco en os ojos, lo ven mal, como borroso. Cuando Rosalind hizo el conjuro y todo se convirtió en ese color, ellos en vez de decírselo de fueron cabreando, sin que las hadas supiesen el motivo por el cual sus amigos los castores estaban cada día de tan mal humor. Hasta que un día dejaron de hablarse y se enfadaron para siempre jamás.
La pequeña princesa se puso a pensar. Le explicó a Silote que de vez en cuando, ella también se molestaba por alguna cosa con algún amigo o amiga. Ella a su vez, en ocasiones también hacía cosas que molestaban a alguien. Cuando eso sucedía, lo que hacían era hablarlo para tratar de solucionarlo, pues si se callaba no lo podría solucionar y cada vez esa cosa, igual que les había pasado a ellos, se haría más y más, y más grande, hasta que al final se perdiese de vista el motivo del enfado del principio, y la enemistad fuese irreconciliable. Los castores y las hadas no tenían ningún problema en realidad, entre ellos solo había habido un tonto malentendido que no habían sabido resolver, y Lana estaba dispuesta a ayudarles a solucionar sus diferencias.
Hay ocasiones en las que un problema es tan grande que no somos capaces de ver la solución, para ello debemos de tomar distancia, ponernos en la piel del otro, y tratar de pensar como lo haría él o ella. Si aun así no somos capaces de arreglarlo, entonces debemos buscar el apoyo de en quien confiamos mucho, mucho. Alguien que pueda darnos un consejo amable y generoso. Como las hadas habían hecho con la princesa Lana. Y es que la niña era muy especial, tenía la maravillosa capacidad de ver el mundo con ojos de bondadosa inocencia, de modo que para ella la solución al problema estuvo claro de inmediato.
Lana le dijo a Silote que debía acompañarla al Reino, para hablar con Rosalind y hacer las paces. Lea le dijo en secreto que eso no le parecía una buena idea, porque el hada Rosalind había intentado muchas veces resolver el tema del color de su Reino sin que ello fuera posible. Pero la niña le dijo que no tenía que preocuparse de nada, porque ella ya había entendido cual era el problema y encontrado la solución. Lea, que adoraba a la niña y sabía de su extraordinaria capacidad, le hizo caso y voló muy rápido de vuelta a Lapaan para anunciar a Rosalind la llegada de Silote.
Silote y Lana tardaron dos días en llegar del pueblo de los castores a la ciudad principal de Lapaan. El viejo castor tenía unas patitas muy cortas, nadaba fabulosamente bien pero andaba muy despacito. Lana no podía ir nadando por el río, porque el agua muy poquita debido a la presa que habían construido los castores, así que se lo tomaron con calma. Además, después de tantos años enemistados, no pasaba nada por alargar la solución durante otros dos días más.
Conforme se fueron acercando a su destino, la princesita vio como Silote se iba poniendo nervioso, más bien emocionado, porque el castor abuelito y el hada Rosalind, cuando eran amigos, habían sido grandes amigos, los mejores de hecho. Él y ella se lo contaban siempre todo, y procuraban ayudarse mutuamente en todo lo que era posible. Por ese motivo Silote, se emocionaba al pensar en volver a verla después de tantos años, y sobre todo, le entristecía muchísimo pensar en todos los muchísimos años de la vida que había desperdiciado de su amistad, enfadado por una tontería. Por no ser capaz de expresar lo que quería. En el camino se iba cruzando con lapaaneses, lopos, duendes y hadas que en su mayoría habían conocido a Silote, el jefe castor. Como sabían que la pequeña humana había ido a intentar arreglar las cosas, supusieron que lo habría logrado, y después de tantos años viendo a los castores como malvados enemigos, ya no pudieron seguir viéndolos de ese modo, porque en el fondo no querían considerarlos así en absoluto. El viejo Silote se sorprendió al ver como los lapaaneses le saludaban tímidamente al pasar, con una mano, con la cabeza o con una sonrisa. Eso le puso de muy buen humor pues volvía a sentirse en Lapaan como en su casa, como tantos años antes se había sentido.
Al fin Silote y Lana llegaron a la pequeña casa de Rosalind, donde Lea les esperaba en la puerta. Lana no podía entrar porque no cabía en la casa del hada, pero lo vio todo desde la puerta, igual que un buen montón de ciudadanos del Reino, que asombrados contemplaban la reconciliación de su más antigua hada, con el más viejo de los castores.
En cuanto Rosalind vio a su viejo amigo Silote con sus pequeñas mejillas brillantes por las lágrimas de alegría, corrió dando saltitos a su encuentro, y se abrazó con fuerza a él. Los castores cuando están contentos dan golpes con la cola grande y plana, y eso hizo Silote con la suya. Entonces el viejo jefe castor le explicó a su amiga Rosalind lo que Lana le había ayudado a recordar, el motivo de su enemistad. El hada Rosalind de repente comprendió cual era el modo de deshacer el conjuro que ella hiciera tantos años atrás. Tan solo se necesitaba que alguien se lo pidiese. Alguien para quien aquello fuese realmente importante y necesario, pues las hadas no pueden ayudarse a sí mismas. De modo que Silote, le pidió a Rosalind que el reino fuese un poco menos rosa,porque a los castores les dolía en la vista, y con una enorme explosión de polvos mágicos, el mundo de las hadas volvió a la normalidad, excepto las copas de los árboles que continuaron de color rosa. A Silote le pidió que deshiciese la presa, y en unos minutos el agua de un bonito azul turquesa volvió a fluir rio abajo.
Lana volvió con Jelka a Eslovenia, seguida por Lea como siempre había sido desde que nació, y sería, porque Lana era una niña muy espacial y sería siempre una persona especial, buena, amorosa, y comprensiva que merecía la compañía de un hada lapina.