Sobre la ansiedad y la diarrea

Sobre la ansiedad y la diarrea

  • ¿Qué te pasa?

O en su defecto:

  • ¿Cómo estás?

Nada y bien. Supongo.

Técnicamente no me pasa nada.

Estrictamente no tengo de qué preocuparme. El techo y el alimento garantizados, el trabajo algo menos, pero mucho se tienen que torcer las cosas. De eso entiendo bastante. No me pasa nada y estoy bien. Sin embargo…

Hace meses que no cago duro. Literalmente. Nunca me he estreñido, por suerte, pero hasta hace unos meses, mis mojones eran eso. Un excremento compacto expelido de una vez. Ahora sigo excretando con envidiable cadencia, pero indefectiblemente la plasta, informe y hedionda aunque tenga días de mayor consistencia, nunca es como debería. No es eso solo.

Cagar, cago todos los días, varias veces, lo jodido es cómo cago: las circunstancias que rodean la deyección. Por suerte, tengo el despacho al lado del baño. La necesidad perentoria, abrumadora e inmisericorde se presenta así de improviso, sin posibilidad de reacción. Si el baño no estuviese donde está, ya me habría cagado encima varias veces.

El radio de acción  de mi ano, aunque constreñido por el retrete, alcanza cotas que me fascinan y perturban a partes iguales. Es realmente jodido el papel de la porcelana al servicio de la humanidad, al menos en esta parcela. Ni  mencionar quiero al papel higiénico, pobre.

No es por gusto escatológico, es que estoy convencido de que hay una causa efecto directa, entre cómo me siento y cómo cago.

El cuerpo me avisa.

Leí en cierta ocasión, no recuerdo quién fue el genio que expresó una idea tan brillante e irreverente, que a cada quien le gusta, o no le disgusta al menos, no me acuerdo exactamente, el olor de su propia mierda. Para un profano como yo, supuso una revelación significativa, cargada de razón y de sentido.

En otra ocasión postrera leí que la diarrea es la forma que tiene el cuerpo de avisar de que algo nos ha sentado mal. El olor nauseabundo de la papilla mal triturada es en efecto, el epítome de lo que el cuerpo siente.

El cuerpo me avisa en cada deposición, de que la vida me está sentando mal.

He leído mucho, porque he tenido tiempo para ello. El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho. Eso decía Cervantes. No sé si sé mucho, pero es cierto que a través de las páginas de los innumerables libros que he leído, he visto muchas realidades, he entrado parcialmente en muchas vidas a través de los periódicos y las revistas, y por eso sé sino mucho, lo suficiente, como para calificar mi realidad de privilegiada y sin embargo, no cago duro.

Lo del cagar es, como quien dice, una imagen simbólica, un tropo desafortunado quizás. La mierda es la ansiedad y viceversa. La diarrea es la metalepsis que emplea el cuerpo para indicarme que busque ayuda. El hecho verdadero es que no sabría cómo hacerlo.

  • Mire usted, señor psiquiatra, pasarme no me pasa nada, ¿sabe usted? Todo roza lo idóneo en mi vida. No tengo de qué preocuparme.
  • Bueno y entonces, ¿qué hace usted aquí? Es decir, ¿en qué puedo ayudarle yo? Si dice usted que todo va bien…

¿Cómo busca ayuda alguien a quien no le pasa nada?, ¿cómo pide ayuda alguien que según todos los cánones sociales tiene que estar bien?

  • No me pasa nada, pero la verdad es que no estoy bien. Me da angustia vivir. Hace meses que no cago duro, ¿sabe usted cómo le digo?
  • Si, si, me hago cargo, ¿diarrea no?
  • Eso es, exactamente, explosiva, da igual lo que haya comido, es más, aunque no haya comido.
  • Comprendo…
  • No creo, no lo comprendo ni yo y es a mí a quien le ocurre.
  • Es una forma de hablar.

Debería decir comprendo yo ahora, pero callo y sigo, a ver si llegamos a una entente.

  • No sabría cómo decirle. No soy feliz. Si, eso vendría a ser. Tengo lo estipulado para serlo, hasta tengo el último iPhone que salió hace poco, ¿sabe cuál le digo? El que todos quieren.
  • Yo lo quiero, si.
  • Pues yo lo tengo y no me hace feliz. Es más, me hace infeliz. No lo merezco, no merezco lo que tengo, ni el amor que recibo. Nadie me puede entender y tampoco sé para qué coño quiero yo que me entienda nadie. Soy un anormal, en el sentido de que no es normal lo que me pasa. Pero luego mientras conduzco, que hago muchos kilómetros yo a lo tonto, cuando se ponen a hablar de futbol, que me interesa menos que nada, aprovecho para pensar y me digo: ¿qué es normal? ¿quién ha dicho que eso es lo normal?

Podría ser de esta manera o de cualquier otra la charla. No lo sé porque todavía no la he tenido. Tengo que ordenar primero mis ideas un poco. Sí, iré al psiquiatra, porque confío en que la química obre su efecto y resuelva el aquelarre que se me forma en la cabeza. Sería magnífico tomarme un comprimido de algo y que mi cerebro, siempre dispuesto a pensar gilipolleces y genialidades de medio pelo a tiempo completo, se apagase un ratito. Seguro que ya existe algo al respecto, es imposible que sea el único anormal al que le pasa algo similar.

  • No hombre, tu no eres anormal.

En cualquier circunstancia, en cualquier lugar, siempre hay alguien que forma una opinión y te la lanza a la cara, para que te la comas. Seguramente es con buena intenciones pensarás, que es hablar por hablar que nos encanta. La gente dice cosas porque puede ser escuchada y punto, sin segundas intenciones la más de las veces. Si no querías opinión de nadie, ¿para que deslizas la idea? Pues eso digo yo.

Anormal o no, que tampoco es que sea fundamental definirse, no al menos para mí, sufro. No es un sufrimiento explosivo, como mis defecaciones últimamente, es un dolor latente, larvado, que lo tenía ahí agazapado de antiguo, pendiente de saltarme a la yugular cuando menos me lo esperase. No me considero de carácter lábil, no soy una veleta. Estoy instalado en el dolor, como antes lo estaba en la paz. He sido feliz, lo recuerdo, no plenamente. Plenamente no, porque siempre hay cosas que le recuerdan a uno ciertas cosas que no tal. Pero me he sentido feliz a ratos y por eso sé lo que ahora siento.

Da igual lo que ocurra, no me sentiré mejor y no lo entiendo, lo peor es no entenderlo, sin duda. Si se me hubiese muerto un ser querido, si no tuviese dinero para echarle gasolina al coche, si no fuese capaz de pensar con claridad para desarrollar mi trabajo, si fuese tan horrible por fuera, que ni con Tinder consiguiera tener una cita. Si fuese importante, si nadie me quisiera, si fuese celíaco, si tuviese cáncer, si alguna de esas cosas o si alguna otra cosa de índole similar, sería lógico estar infeliz, no es esa la palabra, angustiado, si, eso es más exacto, angustiado, ansioso, deprimido, pero no incapacitado.

Hay depresiones incapacitantes, lo he visto, es muy jodido, no sé si más o menos que lo mio. Me acuesto pronto, a veces a las 9. No es un dormir normal. Como el cagar, se diría que es como un desmayo, como un perder el sentido. No es normal tampoco eso. Estoy todo el día sentado, en el despacho, luego en el coche. No me muevo más allá de las consabidas visitas de rigor al aseo, en las que cierto apremio imprimo a mis movimientos, pero nada que justifique el agotamiento atroz que arrastro hasta la cama. Duermo mínimo ocho horas, casi todos los días algo más, lo hago casi que del tirón. Cuando suena el iPhone a eso de las 5:30, iluminando la oscuridad que me envuelve, es como si no me hubiese acostado, como si la alarma fuese el indicativo prefijado para meterse en la cama y no para salir de ella. La mayor parte de los días, es como si hubiese tenido un accidente de coche, como si un coche lo hubiese tenido contra mi más concretamente, como si me hubiese pasado por encima sin romperme nada, pero dejándome contusiones. No es metafórico, es físico. Durante unos segundos me duele el cuerpo, como si me hubieran lapidado en alguna dictadura islámica de Oriente Medio. Cuando se pasa ese dolor, me queda una pesadez y un dolor de cabeza, que sin incapacitarme, me complican el día. Luego del segundo o tercer café se diluye un poco todo.

El café es mi amigo. Mi madre adicta como yo a la sustancia cafeinosa, dice que no tiene importancia el tipo de café. Se equivoca. Me aficioné al café solo corto sin azúcar, en un lugar que no viene al caso, donde el café era peor que malo. Por eso ahora que puedo, quiero Nespreso, del ristretto, corto y sin azúcar. Si una plaga mundial, pongamos un bichito de esos microscópicos infectase los cafetales de todo el planeta y terminase con la producción mundial de café, sin posibilidad de replantar los arbustos, me plantearía muy sinceramente si seguir viviendo, ¿para qué?

Sin café y sin la siesta al mediodía, probablemente me quitaría de en medio, eso sería ya demasiado soportar.

Me he desviado mucho del tema central del relato, pero es que necesito de todo estos elementos para construirlo.

No sé cuál fue el punto de inflexión. No sé en qué momento caí en picado. Supongo que tuvo que haber un detonante, un momento en el que algo hizo clic en mí cabeza y toda la realidad cambió.

Quiero encontrar ese punto crucial, en un cliente hijo puta que me anuló un pedido, aunque más bien fui yo quien se lo anuló por hijo puta. Realmente no era más perro el tío aquel, que otros que había atendido antes, que te compran cualquier cosa y consideran que les debes sumisión y respeto. La cosa es que ese día, me acuerdo bien, entre él y su mujer que me había atacado previamente los nervios, me hicieron reventar. De modo nada sutil le mandé a tomar por culo. Luego de agredir a un inocente puff que se deshizo de una patada y gastada ya toda la violencia de que soy capaz, me lancé a llorar en brazos de mi madre que atónita, asistía impactada al que probablemente, haya sido mi único acto violento en años. Mi escasez de arrojo no se debe a una voluntad pacifista por mi parte, sino a que no tengo ni media hostia y más me vale ser capaz de resolver las cosas hablando.

Puede que fuera esa conversación telefónica, el momento en el que comencé a caer en picado, pero algo estaba ya en marcha de antes sin duda, porque sin llegar a violentarme con el mobiliario en ninguna ocasión anterior, he hecho muchos kilómetros al volante llorando desesperado, lamentándme de nada en concreto.

Poco a poco, día a día, con todas mis necesidades cubiertas, mientras prospero, mientras visito clientes, mientras tomo el café que deseo, me voy hundiendo en un lodazal espeso que no me impide seguir levantándome cada mañana, aunque destrozado y poniendo mi mejor cara, para responder que nada y bien, aunque no engañe a nadie, porque llevo la derrota marcada en la cara.

Me rebelo ante la perspectiva absurda de tener que soportar mi vida en base a pastillas, que me levanten un ánimo que no tendría por qué estar en el fondo del fango. El café, pobre sustituto de esa química  prodigiosa, hace lo que puede, sí, pero no es suficiente, cada vez surte menos su magia en mi.

Tengo ansiedad, me dice al fin el psiquiatra, y eso me provoca una pequeña depresión. Sobreviviré sin duda, porque no me queda otra. Pienso en la gente que de verdad tiene una vida jodida y arrastrada, ellos no pueden tener ansiedad, eso los mataría.

Me tomo mi pastilla y ya voy notando que en efecto, me encuentro mucho mejor. Tal vez incluso, comience pronto a cagar duro.

 

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